jueves, 15 de marzo de 2012

El mercado mundial del imperialismo

Bajo el capitalismo la economía tiende a concentrarse en pocas manos como nunca antes en la historia. Conforme se desarrolla este modo de producción, se crean empresas cada vez más grandes que dejan atrás el aislamiento y fraccionamiento heredados del medievo y la barbarie; en vez de esto, se crea un mercado en constante incremento, que alcanza hasta el último rincón del mundo y que tiende a abarcar hasta la última necesidad humana, e incluso llega a crear necesidades nuevas, todo en función únicamente del lucro de unos pocos.

El mercado mundial del capitalismo es diferente a los que se crearon en otras épocas; las grandes civilizaciones antiguas crearon redes comerciales que alcanzaron lugares remotos, pero en ningún caso se trató de un comercio vital para la sociedad en su conjunto, sino sólo de una empresa de personas opulentas que se apoderaban de los excedentes de la producción, los cuales trasladaban a tierras extranjeras donde los cambiaban por otros productos.

En la actualidad, en cambio, se trata de una actividad de vida o muerte para naciones enteras; pueblos enteros dependen del intercambio de aquellos productos que generan en mayor cantidad y calidad. Así, una masa de productos son enviados a otras regiones y países pues en los propios no hallarían quien los adquiriese una vez que las necesidades locales quedan satisfechas.

Este comercio mundial comenzó con los cambios sociales que tuvieron lugar en Europa occidental a lo largo de la Edad Media, cuando se formó una casta de mercaderes que traficaban con los excedentes de las producciones locales. Esto alentó la división del trabajo en aldeas y ciudades y comenzó a separar el trabajo agrícola del industrial, surgiendo la producción manufacturera, que remplazó a los gremios artesanos medievales. Las manufacturas tomaron para sí la técnica de la producción medieval, pero dejaron atrás toda restricción a los límites de la producción y se dedicaron a producir para obtener ganancias en metálico, dejando como meros anacronismos las retribuciones morales o estamentales.

Las ganancias de las manufacturas se reinvertían en la misma producción, sustituyendo y superando aquellos productos que producían los gremios y los artesanos de las aldeas. Los primeros productos así elaborados fueron los textiles, muebles, armas y herramientas, etc. El nivel tecnológico era bajo, las herramientas sencillas y todo el sistema dependía del trabajo humano así como de la tracción animal (molinos, carretas); sin embargo, la organización del trabajo había cambiado notablemente, pues se estableció la cooperación de los trabajadores en el taller centralizado, lo que acortó los tiempos de elaboración del producto, además, la unificación del taller permitió una administración centralizada, el racionamiento de la materia prima y los instrumentos de producción, etc., lo que le concedió a la manufactura capitalista notables ventajas sobre sus rivales gremiales y artesanales.

El artesano producía un artículo tras otro, luego se dedicaba a buscar donde colocarlo. La manufactura, en cambio, dejaba a los trabajadores y sus capataces a cargo de la elaboración del producto y el dueño, el capitalista, se dedicaba a buscar mercado para ellos. Esto representaba otras ventajas, pues el capitalista podía disponer de cantidades mayores de mercancías en cualquier momento, así como dinero, lo que le permitía sortear las dificultades de una demanda azarosa, malos caminos, escasez de materia prima, que son los riesgos que padece el comercio, y que el mercader del Medievo tenía que sortear sin el soporte amortiguador que significa poseer una producción propia.

Esta nueva organización del trabajo, a su vez, ahondó la división del trabajo, que pronto alcanzó a la propia manufactura, surgió la línea de producción rudimentaria en la que cada trabajador sólo hacía una parte del producto, lo que aceleró notablemente el ritmo de la producción.

Las manufacturas como producción en serie y empresas capitalistas pronto se convirtieron en el sector más vigoroso de la economía del Medievo tardío. El comercio de la época, basado en las necesidades de las élites, estaba volcado a los intercambios con Asia y África del Norte, de donde se obtenían objetos suntuarios y exóticos que rendían grandes beneficios. En cambio, el comercio dentro de la propia Europa era limitado e irregular, se hacía en ferias y mercados trashumantes, si se exceptúan las pocas rutas continentales existentes, como la Hansa (norte de Europa).

Los amos de este comercio eran los navieros y banqueros italianos y holandeses, todos ellos capitalistas inmersos en la sociedad feudal, a esa exigua clase se sumaron los manufactureros, que pugnaban por un mercado interior en la propia Europa, lo que los llevó a pronunciarse por la unidad comercial, sin trabas ni aduanas locales, con caminos mejores y más seguros.

De no haber cambiado la situación política del continente, los nuevos capitalistas habrían quedado rezagados y a expensas de los señores feudales, de los navieros y los banqueros, pero las revueltas dinásticas y populares que se desataron en Europa y particularmente en Inglaterra, Alemania, Holanda y Francia entre los siglos XVI y XVII golpearon el poder feudal que estorbaba la unidad nacional, y de estas luchas surgieron los Estados absolutistas, formas tardías del poder feudal regidos por monarcas que dependían tanto de la nobleza como de los banqueros y negociantes burgueses. Estas monarquías echaron abajo muchas trabas feudales al comercio y la manufactura y sentaron las bases para la unificación nacional de Inglaterra, Holanda, Francia e incluso Alemania, aunque esta última, como la de Italia, tuvo que esperar hasta el siglo XIX.

Por primera vez desde el imperio romano se establecía en Europa un mercado interior, complementado por el comercio con América, Asia y África. América en particular proporcionó a los invasores europeos un gran caudal de riqueza en forma de metales preciosos, oro y plata, que se transformaron en otros tantos medios monetarios que vinieron a superar la plata alemana. Esta “liquidez monetaria” permitió una mayor circulación mercantil, al sostener todo un sistema bancario de crédito con base en Inglaterra y Holanda que permitió financiar la actividad industrial y el comercio europeo.

Gracias a esto la producción industrial fue mejorando constantemente, aprovechando las invenciones y descubrimientos que culminaron hacia el siglo XVIII con la llamada Revolución Industrial, y que no fue otra cosa que la irrupción de la maquinaria en la producción industrial.

El empleo de maquinaria produjo un salto cualitativo en la industria, pues el trabajo en serie del obrero pasó a ser hecho por un mecanismo automático que realizaba una actividad uniforme, estandarizada, carente del “sello” de la mano humana. Había surgido la producción fabril, consecuencia directa y superación de la manufactura. La técnica heredada del feudalismo era finalmente superada.

Con la producción fabril culminó la separación del trabajador con respecto a sus medios para producir. A partir de entonces sólo podía ser un empleado asalariado de la empresa capitalista, pues aún en la manufactura tenía oportunidad de emanciparse y volver al taller artesanal. Ese tiempo llegaba a su fin; no es que los talleres artesanos hayan desaparecido por completo, sino que su carácter determinante de la producción social pasó a la manufactura y después a la fábrica.

La producción fabril se estableció primeramente en el ramo textil, pero con el paso del tiempo alcanzó prácticamente todas las ramas de la industria y aún la agricultura moderna es una empresa a gran escala que involucra maquinaria moderna y tecnología sofisticada.

Las empresas capitalistas crecieron con el paso del tiempo, sus actividades ganaron una influencia decisiva en la vida de los países. Con esto el comercio mundial sufrió cambios radicales, pues pasó de concentrarse en las exóticas especias de oriente a la exportación de los productos fabriles excedentarios y a la importación de materias primas y otros artículos destinados a una sociedad cada vez más vinculada al intercambio.

Este intercambio no transcurrió sin sobresaltos, no fue sencillo imponer productos foráneos a sociedades fundamentalmente autárquicas, muchas de las cuales ni siquiera tenían una economía monetaria. En estos casos se recurrió sin escrúpulo alguno a derribar las fronteras con cañones, opio, sobornos y misioneros. Desde la invasión de América hasta las guerras del opio, la guerra recorrió el mundo buscando reforzar, apuntalar al naciente sistema mundial capitalista.

Hacia los años 1870s, el capitalismo se había establecido firmemente en toda Europa occidental, Inglaterra, Francia, Holanda, Alemania, Italia, Suiza, Dinamarca, Escandinavia y Bélgica. Los EU y Canadá habían avanzado también en este sentido y emprendían una violenta expansión en sus territorios recién adquiridos al oeste.

Pero aparte de estos países, en el resto del mundo apenas se desarrollaba una producción mercantil simple. Los europeos habían adquirido territorios en todos los continentes en su búsqueda de oro, plata, especias y esclavos, pero la mayoría de estos territorios mantenían sus estructuras socioeconómicas, excepto aquellos donde se asentaban colonos europeos, como Sudáfrica, Australia y Nueva Zelanda.

El intercambio mercantil en esta época se daba entre metrópoli y colonia, y era muy limitado. La colonia aportaba materias primas indispensables para la industria metropolitana y la metrópoli aportaba productos elaborados y algunos productos suntuarios a quien pudiera pagarlos. La ocupación militar de la colonia era indispensable, los ocupantes se hacían cargo de la escasa industria, el comercio, la administración, la impartición de “justicia”, las comunicaciones; o sea de la economía y del Estado colonial.

Después de los 1870s, la situación se modificó sensiblemente, las empresas capitalistas se habían diferenciado profundamente desde la época de la Revolución Industrial; unas pocas habían alcanzado un alto nivel técnico y grandes volúmenes de producción, al grado que habían desplazado a sus competidores y se habían hecho con el mercado de ramas completas de la industria, el comercio y los servicios. Estas empresas o grupos de empresas se convirtieron en monopolios, que rápidamente se fusionaron con los bancos para constituir una forma superior del capital: el capital monopolista.

El capital monopolista es aquel que se concentra en estas grandes empresas, y que al estar fuertemente concentrado y centralizado puede invertir grandes sumas para ampliar la producción, realizar investigaciones para mejorar los productos o crear nuevos y para incrementar la organización de la producción, etc., todo ello encaminado a aumentar su control sobre la producción social, desbancando a los competidores. Tras un periodo de lucha sólo quedan unas pocas empresas gigantescas que dominan la producción y alguna cantidad de productores “independientes” con una parte ínfima del mercado.

Pero pronto estos monopolios tienen la apremiante necesidad de expandirse para mantener altos sus precios, y de esta manera garantizar ganancias por encima de las ganancias promedio, por ello necesitan asegurarse mercados cautivos y materias primas baratas. Esta expansión lleva a los monopolios a las colonias y a otros países desarrollados, pero en las colonias se hallan las condiciones más propicias por lo que estas se tornan en auténticas “zonas de influencia” junto con países débiles que quedan dentro de esta área.

Pero como en otras naciones capitalistas desarrolladas también se van formando monopolios, comienza la lucha entre grupos de monopolios nacionales para arrebatarse los mercados y las zonas de influencia, y cuando no queda más que repartir la pugna termina por desembocar en guerras de rapiña, las guerras comerciales (dumping, etc.) desembocan en conflictos bélicos de país contra país. Guerras como las de la triple alianza y la guerra de los bóers fueron las primeras conflagraciones de este tipo, pero ciertamente no las últimas. La extrema exacerbación de esta rivalidad llevó a la formación de dos bloques de naciones imperialistas, el anglo-francés y el austro-alemán, que se enfrentaron en la primera Guerra Mundial entre 1914 y 1918 y en la réplica de 1939-1945: la segunda Guerra Mundial.

Este periodo se denomina justamente imperialismo, en él se hace incontestable el predominio de los monopolios, cuyo comercio ya no se limita al de las mercancías habituales. Así como en la Edad Media las mercancías se hallaron frenadas por las aduanas, ahora que los capitales mismos buscan pasar de un país a otro, con el fin de obtener beneficios extra o simplemente para impedir que un grupo rival se apodere de cualquier beneficio, se toparon con las fronteras nacionales de los Estados que otrora auspiciaron. Esto planteó una serie de contradicciones nuevas para el capitalismo a escala planetaria.

Esta exportación de capitales tuvo como primer objetivo las colonias y zonas de influencia, ahí donde estuviera a salvo de los grupos rivales, y se destinó al desarrollo de las fuentes de materias primas.

El comercio de materias primas sin embargo, siguió pautas semejantes a las de antes del imperialismo, aunque de manera aún más contradictoria: materias primas para la industria metropolitana, productos terminados para las colonias. Este esquema hubo de contar ahora con que la exportación de capitales implicó la creación de una cierta base material en las colonias, así fuera solamente para mejorar la producción de materias primas y la distribución de los productos metropolitanos, y esta base abrió el paso al surgimiento de un capitalismo local subordinado en las colonias.

Después de las guerras mundiales, sin embargo, el flujo de capital se redirigió hacia las propias potencias capitalistas, pues las debilitadas potencias europeas fueron invadidas por capitales estadunidenses. Otro tanto ocurrió con el Japón derrotado y ocupado militarmente por los EU. Y este flujo no cesaría en lo sucesivo, desplazando el comercio y la inversión en las colonias. Las interrelaciones entre los propios países imperialistas se volcaron a incrementar los nexos económicos entre ellos mismos, y el mundo colonial pasó a segundo plano. En este entorno comenzó la rebelión de las colonias y para los 1970s y 1980s la mayoría de ellas se habían separado de sus metrópolis.

A pesar de esto y del gran número de revoluciones que tuvieron lugar en esta época, logró consolidarse una nueva forma de dominación imperialista: la neocolonización, que consistió en la dominación de las ex colonias y países débiles por medio de la exportación de capitales, el endeudamiento, el comercio desigual y el fomento de las divisiones internas y regionales, y sólo en casos excepcionales por la intervención militar, no obstante, los mecanismos diplomáticos, financieros y comerciales han demostrado ser más sutiles y efectivos, pues con menos esfuerzos han producido grandes ganancias; en el caso del endeudamiento, países enteros han quedado encadenados a deudas impagables que absorben una parte considerable del gasto público y se ha llegado al extremo de que los países contraen nuevas deudas sólo para pagar los intereses de deudas anteriores.

El sistema neocolonial que se impuso a partir de los 1970s, unos 100 años después del surgimiento del imperialismo, ha resultado más eficaz que el viejo sistema colonial, el cual heredó las colonias conquistadas por los Estados absolutistas y por los primeros Estados capitalistas (premonopolistas), este sistema sucumbió con las guerras de liberación nacional del siglo XX y las revoluciones que marcaron esta época.

La nueva dominación se afirmó a través del comercio mundial, las finanzas y la diplomacia, en vez de las bayonetas y virreyes de antaño. Esta nueva dominación corresponde a una forma más acabada del imperialismo, o sea, al capitalismo monopolista de Estado (CME), de la misma manera que el viejo sistema colonial correspondía al capitalismo monopolista.

Las neocolonias se hallan hoy más excluidas del comercio, la cultura y las finanzas, las principales corrientes de intercambio mundial son las que existen entre los EU, Europa occidental, China, India y el Japón, países todos que determinan, en su colaboración y lucha, el sentido que adquirirán las contradicciones del mundo.

Como antes, existen zonas de influencia, pero a diferencia del antiguo sistema, no están tan claramente determinadas, pues el comercio y la inversión suele hacerse de manera conjunta, con una red de conexiones financieras y comerciales que entrelazan empresas de todos los países que se combinan en consorcios trasnacionales. Todo en pos de la ganancia. Pero esto no quiere decir que se avanza hacia un capitalismo unificado a escala planetaria, un monopolio mundial único, como pretendió el mito de la globalización; lo que hay es una cooperación que corre al parejo de una sorda lucha por la supremacía entre grupos monopolistas fusionados con sus respectivos Estados nacionales dentro de los cuales hay otros grupos y facciones que luchan unos contra otros a su vez por el control de los consorcios y conglomerados capitalistas. Y esa lucha es el “ruido de fondo” de las guerras que se han sucedido desde el fin de la segunda Guerra Mundial, que han sido otras tantas guerras imperialistas por el control del mercado mundial.

La separación entre la época del capitalismo monopolista y el CME no es, pues, metafísica, pues ambas formas comparten rasgos y tendencias, se entrelazan; el CME es el resultado necesario y directo de la evolución del capitalismo monopolista “privado”. Por ello se puede decir que el CME es la forma actual de la fase última del capitalismo, o sea, del imperialismo, y no una época diferente; es la expresión actual de la irremisible decadencia capitalista.

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