viernes, 23 de diciembre de 2011

Estado y nación en el siglo XXI

A partir de la segunda mitad del siglo XX se volvió lugar común el hablar del fin del Estado, se decía que el avance del capitalismo daría comienzo a la abolición de las fronteras nacionales, ya que el constante incremento de los intercambios y contactos mundiales gradualmente convertiría en otras tantas trabas a las aduanas y fronteras.

Pero más allá del comercio, se extendió rápidamente la idea de que las propias diferencias nacionales y locales se desdibujarían hasta llegar a una sociedad homogénea a escala mundial. Naturalmente, esa nueva sociedad emularía la cultura de los EU y Europa occidental. Sería un mundo “occidental”, democrático, liberal y basado en la acumulación de capital.

Estas expectativas parecían confirmarse con el surgimiento y rápida expansión de la Unión Europea, del euro como moneda internacional, así como por la expansión de la hegemonía económica, política y cultural de los EU después de la II Guerra Mundial. La inclusión de India y China en el ciclo industrial-comercial-financiero mundial, en calidad de grandes centros industriales con mano de obra de muy bajo costo contribuyó no poco a reforzar estas ideas.

Pero pronto los fundamentos de estas expectativas comenzaron a crujir desde sus mismos cimientos, aunque algunas capas en una serie de países experimentaron un incremento en sus niveles de vida, la pobreza no menguó y mutó en una serie de formas nuevas, incorporando toda una gama de trabajadores sumergidos en diversos grados de subocupación, endeudamiento y marginación de la educación, la salud y la cultura.

Nuevas formas de empobrecimiento surgieron, y los trabajadores fueron encajonados y aislados en nuevos estamentos como no se veía desde la Edad Media. Las profesiones se reservaron a las clases y la movilidad social comenzó a aminorar.

Al mismo tiempo, las guerras coloniales fueron en aumento aunque nunca cesaron realmente. De Corea se pasó a Vietnam, luego a muchos países de África y Asia. La descomposición del escenario mundial tuvo su cúspide en la guerra de Irak de 1991, empresa colonial del más puro estilo que, sin embargo aún pudo cubrirse con el manto de la defensa de los países débiles, en este caso Kuwait, invadido por Hussein. Pero el bombardeo de Yugoslavia en 1994 y las campañas de Afganistán en 2001 y las nuevas campañas contra Irak en 1998 que culminaron con la invasión total en 2003, dejaron desnuda la política imperial de “occidente”, cuya avidez por materias primas, sobre todo petróleo, era uno de los ejes de la política internacional, contrariamente a la ideología dominante, que propugnaba una “nueva economía” basada “en el conocimiento”, o sea en los avances en microinformática y genética, que permitieron el surgimiento de nuevos mercados para el capitalismo. Las ganancias producidas por esta actividad generaron una confianza en los sectores más desarrollados de la clase capitalista y también en los sectores liberales asociados a ella.

Pero la realidad de la guerra, las manipulaciones financieras y la sucesión de crisis económicas comenzaron a golpear directamente a la pequeña burguesía; las nuevas inversiones comenzaron a paralizarse y la lucha por los mercados se tornó más encarnizada que nunca. El mito de la globalización imperialista como la panacea de las contradicciones del capitalismo comenzó a hacerse pedazos.

En medio de la crisis general de la producción, con grandes masas de capital paralizadas, la escasez se presentó de nuevo en toda su dimensión, como fue el caso de México y de otros países pobres, cuyas reservas de grano quedaron en manos de unos pocos especuladores monopolistas. Fueron los primeros avisos.

La crisis que se declaró en 2008 y que continúa hasta hoy, significó un quebranto de millones de millones de dólares y acabó en los hombros de los trabajadores de todo el mundo, pero también en los de los trabajadores de los países imperialistas, que fueron lanzados en masa al desempleo abierto. El rescate de bancos y empresas financieras y de bienes raíces corrió por cuenta de gobiernos y bancas centrales, que hoy buscan con desesperación pasar la factura a la clase proletaria y a la pequeña burguesía a través de nuevos impuestos, recortes de personal burocrático y recortes a programas sociales de vivienda, salud y educación, entre otros rubros.

La profundidad y gravedad de la crisis puede verse en que ya ha llevado a la ruina a Estados enteros. El aviso ominoso apareció en Islandia, pequeño país de 313 000 habitantes, inflado de capital extranjero por financieros sin escrúpulos que llevaron a la ruina a miles de cuentahabientes. Pero después llegó al umbral Grecia, cuya crisis económica se tornó en una crisis política que sigue aún. Los países del Magreb y Egipto cayeron en la revuelta y derrocaron a las dictaduras que los dominaban desde hace treinta años. La ola revolucionaria se extendió a la península arábiga y luego regresó al Mediterráneo, donde llevó a la defenestración del procaz Berlusconi y a la derrota aplastante del PSOE en España. Europa mira en estos momentos con azoro cómo el euro, una moneda respaldada por el poderío financiero e industrial de Alemania y Francia se ve amenazada de muerte por la crisis en las tres penínsulas del sur y cómo Francia y Alemania pretenden salvar sus capitales a costa del resto de Europa, evitando comprometerse al rescate de Italia, rescate para el cual de hecho están incapacitados, pues no se trata de un país pequeño y manejable como Islandia y cuando incluso Grecia parece escapárseles de las manos. Italia es un gigante económico y plantea un verdadero lío, a ello se debe que nombrasen como su gobernante a un agente de los organismos financieros.

Las crisis bélicas, las crisis económicas, que en realidad son las mismas pues tienen las mismas fuentes, han despedazado las ilusiones que el mundo una vez depositó en la expansión del capital, pretendiendo que el generador de las contradicciones podía resolverlas por sí mismo, si “se le dejaba hacer”. Lo que en realidad ocurría era más sencillo de interpretar, una clase que posee el capital, o sea, la capacidad de disponer de los recursos del mundo, siempre está a la búsqueda de ganancias mayores al promedio, y para ello no basta con dejar hacer al ciclo económico, hay que competir por apoderarse de la deuda del Estado y de los hogares, por el control de las materias primas y por monopolizar tecnologías y mercados. Los Estados nación y las fronteras son la expresión de la fuerza de los grupos de capitalistas y otras tantas herramientas de esta lucha que se libra todos los días, herramientas sin las cuales apenas puede hablarse de ganancias por encima del promedio, que son la condición vital del capital en la época que vivimos.

Y bajo el capitalismo, la explotación genera y regenera todo una gama de resistencias culturales y políticas que recrean constantemente las diferencias étnicas, nacionales y culturales. Es un mecanismo de defensa natural y espontáneo de las comunidades, que ven avasallado su entorno por el avance de las relaciones de producción capitalistas, sin que ello se traduzca en una mejora en el nivel de vida. Llegar a un mundo homogéneo, sin fronteras, mediante el capitalismo es una utopía que encubre las peores violencias y despojos con el manto del progreso y la democracia, es la ideología fenecida del liberalismo que mal encubre al imperialismo y el militarismo, que son la verdadera práctica del capital desde 1914 a la fecha.

Al final, el capitalismo demostró que sólo era lo que podía ser; que la explotación del trabajador, la expoliación de la naturaleza, y la guerra bajo múltiples formas, son su realidad cotidiana más allá de las ilusiones ideológicas de los apologistas de buena o mala fe.