viernes, 8 de mayo de 2009

LA EXPLOTACIÓN DE LOS TRABAJADORES A TRAVÉS DE LA HISTORIA.

El trabajo del ser humano es, desde la remota antigüedad, condición de su existencia. Recolectar, cazar, pescar, sembrar, etc., son todas actividades en que se invierte trabajo para obtener bienes necesarios para alimentarse y protegerse del medio ambiente.

En épocas antiguas, en las comunidades más primitivas, el trabajo productivo era efectuado con la colaboración de todos los miembros del grupo, y todos se repartían los productos con arreglo a las necesidades de cada cual.

Con el tiempo, estas comunidades fueron aumentando sus conocimientos acerca del entorno, y gracias a ello desarrollaron mayores habilidades en la elaboración de útiles, armas y herramientas, conocimientos que redundaron en la obtención de cantidades cada vez mayores de productos del trabajo. Esto es, con mejores utensilios y mejores formas de emplearlos, el trabajo rendía más, y a su vez, con más productos, hubo comunidades más grandes y más productivas.

Incluso surgió la necesidad del almacenaje; se ensayaron primero las cestas de paja y mimbre para guardar bayas, granos, etc., luego la cerámica permitió elaborar toda suerte de recipientes de gran durabilidad. Llegaron inclusive a ser indispensables las bodegas, silos, trojes y demás instalaciones de la vida sedentaria cuando el trabajo alcanzó un alto grado de productividad, o sea, mayor cantidad de productos producidos por cada trabajador.

La generación de estos excedentes no sólo afectó las cuestiones técnicas del trabajo, sino que implicó grandes cambios en las comunidades primitivas: comenzó el proceso de acumulación de excedentes del trabajo productivo.

La acumulación de excedentes originó un cambio social profundo y fundamental: los excedentes fueron siendo apropiados, cada vez en mayor grado, por una minoría dentro de la comunidad, ciertos oficios y ocupaciones fueron ganando preeminencia sobre el resto: los oficios religiosos, la dirección militar, el comercio con otras comunidades, el trabajo de los metales, etc.; y a estas ocupaciones comenzaron a corresponder retribuciones cada vez mayores que se volvieron tributaciones, y los cargos públicos, antes honorarios, se tornaron en oficios de tiempo completo, con goce de nuevos beneficios antes desconocidos. La acumulación de excedentes se transformó entonces en acumulación de riqueza; y aquellos que hicieron de la riqueza su propiedad, perpetuaron su dominio sobre el conjunto de la sociedad.

La comunidad primitiva dejó de existir para dar paso a una sociedad dividida en dominados y dominadores, en opresores y oprimidos, en poseedores y desposeídos; terminaba la era del comunismo primitivo e iniciaba la era de las sociedades de clase. A lo largo de la historia pueden reconocerse distintos tipos de estas sociedades de clases:

-La sociedad esclavista, típica de Grecia y Roma, compuesta de patricios, plebeyos y esclavos. El trabajo era sostenido por los esclavos (prisioneros de guerra y capturados en razias) que eran comprados y vendidos para servir en campos de cultivo, minas y demás establecimientos, en provecho de los ciudadanos.

-La sociedad asiática, como su nombre lo indica, correspondió a los regímenes de la mayor parte de Asia, pero también a los de África y a la América precolombina. Se distingue por la existencia de comunidades agrarias autárquicas, autogobernadas en lo referente a sus asuntos cotidianos, pero regidas y explotadas por un poder centralizado que detentaba un poder estatal despótico-militar. Este poder explota a las comunidades para sostener ejércitos, así como para sufragar grandes obras de interés común, como las de irrigación. La rapiña, la conquista y los tributos sostienen este germen de Estado. El trabajo al interior de la comuna individual es efectuado en manera similar al del comunismo primitivo, con la singularidad de la acumulación de excedentes que van a parar a las arcas del poder central. Perteneciendo la tierra a la comunidad, por donación del Estado asiático, ésta se trabaja en común, por lo que la acumulación individual es mínima.

-La sociedad feudal, que surgió del derrumbe de la sociedad esclavista. En ésta, la base económica era el señorío, dominio de un noble investido por el rey. Esta posesión hereditaria era esencialmente autárquica, auto-sostenida; los siervos constituían la fuerza de trabajo fundamental y, aunque no pertenecían al señor feudal como los esclavos, no tenían más derecho sobre la tierra que trabajaban que el que les concedía el régimen feudal, del producto de su trabajo habían de descontar la parte del señor y la de la Iglesia. Tampoco tenían los siervos el derecho a abandonar el feudo a voluntad, su servidumbre era parte de la heredad. Tal estado de cosas se toleraba frente a la inseguridad que representaba la libertad en tiempos de hambre y guerras, en que los trabajadores “libres” acababan por engancharse en un feudo. En suma, la espada y la cruz dominan al trabajo.

-La sociedad capitalista es el producto último de la descomposición de las demás sociedades de clase. Cuando aquellas crecen y se desarrollan, incrementando sus contactos culturales y comerciales, generando incrementos cada vez mayores de excedentes. La descomposición del feudalismo se dio en el marco del incremento del comercio, al grado de que, en el marco de la propia sociedad feudal, capas urbanas de comerciantes y prestamistas acabaron por dedicarse de tiempo completo a la actividad comercial y usuraria, buscando comprar y vender con ventaja las mercancías foráneas; estas capas se dedicaron con ímpetu desconocido hasta entonces a enriquecerse, solo que su riqueza no consistía en tierras, que era la forma de la riqueza feudal, sino en oro y plata, o sea en dinero. Este dinero se transformó en la forma de riqueza predominante, que se invertía para generar más riqueza del mismo tipo, esto es, más oro y plata... más dinero.

Esta riqueza nueva, dinero para invertirlo con ganancia, o sea, valor que producía más valor, era el capital, y sus detentadores se denominaron capitalistas.

Con el paso del tiempo y la afluencia del oro y la plata de América, el capital comercial y usurario fue desplazando a la economía feudal, remplazándola con la economía mercantil, esto es, la economía destinada a la acumulación de dinero. El feudo comenzó a desmoronarse frente a la sed de oro y plata que invadió Europa y América.

En Inglaterra los poderosos expulsaron a los trabajadores de sus tierras y transformaron los campos de cultivo en prados de pastoreo y cotos de caza, obligando a los siervos de antaño a buscar desesperadamente trabajo o a emigrar a América. En este continente, la sociedad asiática fue demolida a golpes de espada y se convirtió a los comuneros en esclavos del naciente capital mercantil europeo, al que surtían de metales preciosos y cultivos tropicales como caña de azúcar, cacao, tabaco y café.

Así, el capital invadió la esfera de la producción, donde desplazó a las economías feudal y asiática al orientarlas a la producción de artículos destinados al mercado, incluyendo la propia fuerza de trabajo de los siervos y comuneros desplazados, que para sobrevivir debieron alquilarse al mejor y al peor postor.

El taller gremial, base de la producción industrial feudal, acabó por ser desplazado por el trabajo en talleres con asalariados o por el trabajo a domicilio contratado por los comerciantes, que urgían a los fabricantes a producir cosas para intercambiar en las recién abiertas rutas marítimas a América y al Asia oriental.

La manufactura inició la conquista de la industria por el capital. La manufactura significó una producción más rentable, debido a los ahorros derivados de la reunión en un solo taller de un gran número de trabajadores, lo que abarataba los gastos en instalaciones y almacenaje.

Pero el ansia de abaratar los costos motivó a los dueños de los negocios, del capital, a incorporar cada vez más mejoras técnicas, incluyendo maquinaria a vapor, eléctrica, diesel, con cuya intervención se consumó el despojo de los trabajadores y su dependencia económica, pues las máquinas eran costosas, lo que las hacía asequibles sólo a los dueños de grandes capitales, y las máquinas competían con enorme ventaja contra el trabajo manual abaratando no sólo los productos que realizaban, sino el propio trabajo de los artesanos provocando el despido en masa de los trabajadores, haciendo de estos “piezas desechables”.

Se llegó así a la cúspide: la gran producción fabril capitalista. El capitalismo se convirtió en el régimen dominante de la naciente economía mundial.



Pero no puede considerarse que el triunfo del capitalismo sobre los otros modos de producción significara que estos desaparecieran del todo; antes bien el capitalismo se articuló con las formas de producir que ya encontró a su paso, e incluso incorporó en toda la línea formas de opresión antiguas, tal fue el caso de la esclavitud, que bajo el capitalismo revistió una brutalidad inusitada; también se reforzaron el peonaje, la piratería y la rapiña bélica, todas, formas de apropiación y reparto de la riqueza de carácter precapitalista.

Y ocurrió así, lo mismo desde los comienzos de la era capitalista, que a lo largo y ancho de su desenvolvimiento posterior.

El capitalismo, pues, no reviste exclusivamente aspectos “económicos”, “técnicos”, sino que en su desenvolvimiento se entrelazan con toda crudeza los métodos de acumulación más “antieconómicos”, como la piratería, la rapiña, el exterminio en masa de poblaciones enteras, la reubicación forzada y la expulsión de pueblos enteros, el consumo irracional de recursos no renovables, el reforzamiento del despotismo y el oscurantismo, en suma, el derroche inescrupuloso de fuerzas productivas que, sin embargo, ha servido para abrir paso a la imposición del nuevo modo de producir capitalista en momentos históricos en que su propio atraso relativo no le permitía aprovechar plenamente aquellos recursos .

La opresión capitalista es, pues, suma de todas las opresiones: a la opresión de los obreros industriales se suman la de los peones, los esclavos y de todas las masas hambreadas en los rincones más apartados del globo, de los desempleados, los aldeanos y pequeños productores, en suma, la opresión de todas aquellas masas trabajadoras que en mayor o menor grado elaboran la inmensa gama de productos de que se sirve la humanidad: desde un sofisticado satélite de telecomunicaciones, hasta un puñado de maíz.

A todos estos trabajadores los explotan por igual los miembros de la clase capitalista, en connivencia con los terratenientes, los jefes religiosos, los jefes militares, los “intelectuales” de derecha y los burócratas, así como sus lacayos de ocasión.

Estos grupos se hacen, de una manera u otra, del producto del trabajo de obreros, campesinos, intelectuales y demás trabajadores, y luchan constantemente por repartir y volver a repartir el botín arrancado, dando origen a luchas entre diferentes grupos de las castas dominantes, luchas a las que arrastran a los trabajadores, imponiéndoles un nuevo tributo: su propia sangre.

Pero también esto despierta una reacción en las masas trabajadoras; éstas asumen la tarea de defender sus propios intereses vitales, y se rebelan, aprovechando para ello las pugnas de las “élites”.

Por ello, la lucha de clases en el capitalismo adquiere un carácter permanente, pues su origen se halla en la condición misma de existencia del régimen capitalista, es decir, en la reproducción ampliada de un cúmulo de miseria en un extremo de la sociedad, el mayoritario y de una montaña de riqueza en el otro extremo, el minoritario; situación no evidente de por sí debido a la mistificación de la economía, a la ideología individualista y a las doctrinas religiosas.

Fascismo, chovinismo, clericalismo, colonialismo, democratismo ramplón, son todos ingentes esfuerzos para conciliar lo irreconciliable: los intereses de los que tienen todo con los de los que nada tienen. Es en el capitalismo, más que en cualquier otro régimen social de producción, donde es más tajante la separación entre las masas y una minoría expoliadora.

El capitalismo reúne en un solo momento histórico el pisoteo secular de la humanidad por su extremo más favorecido. Por ello, la lucha contra el capitalismo es el punto culminante de la historia de la lucha de las masas trabajadoras por su liberación; ya que este régimen proporciona más motivos de indignación, de afrenta, y entraña mayores riesgos a la sobrevivencia de amplias masas humanas que cualquier otro en la historia; pero no se trata sólo eso, sino que, más importante, el desarrollo capitalista pone frente a esas masas laboriosas los instrumentos de su liberación: la ciencia y la técnica modernas, y su base material, que es la gran industria fabril, que, de saberse utilizar, pueden ser las claves para arrojar al régimen capitalista al basurero de la historia.

Es el reto y las posibilidades de los tiempos actuales.

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